En 1888 el cónsul español Joaquín Pereyra llega al cementerio de Burdeos, Francia, con la misión de exhumar los huesos de Francisco de Goya y traerlos de vuelta a España tras encontrar la tumba casualmente. Al abrir el féretro en el panteón que compartía con su consuegro y amigo la sorpresa fue mayúscula: ¡faltaba la cabeza!