
Alimentación en alta mar: un desafío constante
Los marineros y pasajeros que emprendían la travesía hacia América en los siglos XVI y XVII se enfrentaban a un desafío crucial: la alimentación. Organizar la compra, almacenamiento y conservación de los víveres era clave para la supervivencia, pues la humedad, el calor y las plagas como ratas e insectos amenazaban constantemente los alimentos. Además, el racionamiento debía garantizar que los suministros duraran más allá de los días previstos en la travesía.
El agua, el bien más preciado
La escasez de agua potable era uno de los problemas más graves a bordo. Se distribuían entre uno y dos litros diarios por persona, aunque en casos de avería o calma total, la ración se reducía drásticamente. El agua almacenada en los barriles solía volverse turbia, hedionda y cenagosa, provocando enfermedades. Para evitarlo, algunos intentaban hervirla, aunque esto implicaba tener una olla y asegurarse de que no se la robaran.
Los robos de agua y fraudes en las raciones eran castigados con dureza, ya que ponían en peligro la vida de toda la tripulación.
Una dieta basada en la resistencia
Más que por insuficiencia calórica, la alimentación a bordo estaba marcada por la falta de equilibrio nutricional, especialmente cuando los viajes se prolongaban. Se priorizaban alimentos de larga duración, como el bizcocho, una especie de galleta dura de trigo, sin levadura y cocida dos veces para asegurar su conservación.
La dieta básica consistía en:
- Desayuno: frío y simple, a base de bizcocho, ajo, sardinas o queso.
- Almuerzo (la comida principal): se servía caliente cuando las condiciones lo permitían. Incluía garbanzos, habas, carne (generalmente tocino o cecina en salazón), pescado y legumbres.
- Cena: similar al desayuno, con porciones más reducidas y a menudo servida en la oscuridad.
El vino también era esencial. Se repartía un litro diario por persona y su falta podía generar descontento entre la tripulación. Se complementaba con pequeñas raciones de vinagre y aceite de oliva.
Relatos de la alimentación en los navíos
Diego García de Palacio, marino español del siglo XVI, describió las raciones habituales en los barcos rumbo a América:
«El almuerzo consistía en un poco de bizcocho, ajo, sardinas o queso y dos tomas de vino. Solo los domingos y jueves se daba carne; el resto de la semana, pescado y legumbres. Se servían 16 sardinas con aceite y vinagre por cada cuatro marineros, y en días de carne, cuatro libras para el grupo. El fogón estaba en la proa, pero en días de fuerte viento la comida debía tomarse fría o cruda.»
Según Esteban Mira Ceballos, autor de La vida y la muerte a bordo de un navío del siglo XVI, dos alimentos eran claves en la dieta marítima:
- El bizcocho, esencial por su larga duración, aunque a veces estaba tan duro que solo los más jóvenes podían masticarlo.
- El vino, cuya ración diaria era de un litro por persona. Se consideraba más importante que la paga, pues ayudaba a sobrellevar la dura vida en alta mar.
La lucha contra el escorbuto y la desnutrición
Los alimentos frescos, como frutas y verduras, solo estaban disponibles en los primeros días de travesía. Con el tiempo, la ausencia de vitamina C provocaba escorbuto, una enfermedad común en los marinos, combatida con la ingesta de limones cuando estaban disponibles.
La carne se consumía dos veces por semana, generalmente cerdo en forma de tocino o cecina, que debía lavarse en el mar para eliminar el exceso de sal. El resto de los días se comían habas, arroz, pescado y sopas de legumbres con manteca. También se repartían pequeñas raciones de frutos secos como almendras o pasas.
Privilegios y excepciones
Los oficiales solían disfrutar de mejor comida, como bizcocho blanco y vino de mayor calidad. Sin embargo, en travesías largas, la escasez los obligaba a compartir la misma dieta que el resto.
En situaciones de combate inminente, las raciones se duplicaban y se aumentaba la cantidad de vino para elevar el ánimo y la valentía de la tripulación. Como decía Juan Escalante de Mendoza, «no hay mejor forma de preparar a los hombres para la batalla que llenándoles la barriga».
Un menú de supervivencia
Los viajes a América en los siglos XVI y XVII eran una prueba de resistencia. La alimentación a bordo no era un placer, sino un reto logístico para evitar enfermedades y asegurar la supervivencia en alta mar. Entre el hambre, la sed y la lucha contra el escorbuto, los marineros se aferraban a su ración diaria de bizcocho y vino, soñando con la llegada a tierra firme.