Una noche de lluvia y muerte
“Digo que si aguardáramos, así los de a caballo como los soldados, unos a otros en los puentes, todos feneciéramos. La causa es ésta: que yendo por la calzada, ya que arremetíamos a los escuadrones mejicanos, de la una parte es agua y de la otra parte azoteas, y la laguna llena de canoas, y no podíamos hacer cosa ninguna. Pues escopetas y ballestas, todas quedaban en el puente. Y si fuera de día, fuera mucho peor, y aun los que escapamos fue Nuestro Señor servido de ello. Para quien vio aquella noche la multitud de guerreros que sobre nosotros estaban, y las cosas que de ellos andaban a arrebatar nuestros soldados, es cosa de espanto.”
—Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España
Han transcurrido quinientos años desde que la hueste de Hernán Cortés intentara huir, bajo una lluvia torrencial, del corazón de la inmensa Tenochtitlán. Desde el mes de noviembre del año anterior, los castellanos habían permanecido en la ciudad, llegando incluso a erigirse en señores de la Triple Alianza —Tenochtitlán, Texcoco y Tlacopan— al someter a su gobernante, el huey tlatoani Moctezuma, así como a los principales señores de las urbes del lago. Durante los meses siguientes, la situación se volvió cada vez más tensa, pues los nobles amenazaban con rebelarse contra aquel soberano que, a sus ojos, se mostraba demasiado sumiso ante sus captores.
Sin embargo, no fue este el único problema al que se enfrentó la tropa castellana en aquellas tierras. Desde Cuba, llegó una expedición de más de mil hombres comandada por Pánfilo de Narváez, cuyo objetivo era aprehender a Cortés por haber desobedecido las órdenes de sus superiores. Contra todo pronóstico, Narváez terminó prisionero y la mayor parte de sus fuerzas se unieron a Cortés. Entretanto, en Tenochtitlán, Pedro de Alvarado —a quien Cortés había dejado al mando— cometió la llamada “matanza del Toxcatl”, lo que provocó una rebelión generalizada en la capital mexica.
Ante tal alzamiento, Cortés volvió con urgencia al asediado palacio de Axayácatl. Las provisiones escaseaban y la munición se agotaba, pero contaban con un refuerzo: los soldados de Narváez, que se habían pasado a sus filas. Ni siquiera esa ventaja fue suficiente para contener la furia de los tenochcas, que hostigaban día y noche a los invasores.
Una huida desesperada
Finalmente, Cortés y sus capitanes decidieron escapar de la gran ciudad sobre el lago de Texcoco en una lluviosa noche de finales de junio. Para salvar los canales de la calzada, los españoles habían fabricado puentes portátiles; sin embargo, uno de ellos se rompió durante la retirada, dividiendo a la hueste: el grueso de la tropa y la retaguardia quedaron aislados, y muchos fueron blanco fácil para las canoas mexicas, que se lanzaron sobre los castellanos y sus aliados. En medio del pánico, cientos de hombres cayeron o fueron capturados.
Lágrimas ante el desastre
Se habla de más de quinientos españoles muertos o hechos prisioneros en aquella noche que pasó a la historia como la “Noche Triste”, fatal para las tropas de Cortés (que, según la tradición, lloró bajo un árbol al contemplar la magnitud de la derrota) y victoriosa para los mexicas. Los aliados tlaxcaltecas, siempre numerosos en las filas de Cortés, sufrieron aún más pérdidas: se estima que entre 2.000 y 4.000 guerreros tlaxcaltecas perecieron.
En el Palacio de Axayácatl quedaron varios heridos que, sin posibilidad de huir, acabaron por rendirse. Cuitláhuac, próximo huey tlatoani, ordenó sacrificar a la mayoría de los cautivos. Los tenochcas destruyeron o arrojaron al lago los cañones, y sacrificaron o remataron a los caballos. Algunas armas castellanas, como ballestas y espadas, fueron conservadas; otras, como las armas de fuego, se desecharon.
Con la victoria en la mano, Cuitláhuac despachó emisarios a sus dominios y guarniciones. Un ejemplo notable fue la defección de Tecoaque, cuyos habitantes capturaron y sacrificaron a los 550 integrantes del tren de bagajes de Cortés: hombres, mujeres, tamemes y esclavos negros. Similares matanzas cayeron sobre grupos dispersos de españoles que transitaban por los territorios tributarios de la Triple Alianza, incluso sobre una partida que regresaba de Villa Rica para mantener la comunicación con la costa.
En Tuxtepec (Oaxaca), el general Teutile incendió las “casas grandes” en las que se refugiaban varias decenas de españoles, incluidas mujeres que se encontraban a orillas del Papaloapan en busca de tributos de oro y otras riquezas. Tras el ataque, los sobrevivientes fueron sacrificados en el templo de Yacatecuhtli, y solo unos pocos lograron escapar a las sierras, bajo la protección de sus aliados chinantecas.
Señales de un futuro incierto
Pese al júbilo que se respiraba en Tenochtitlán y a los preparativos militares que parecían augurar un cambio de rumbo, no todo jugaba a favor de los mexicas. Por un lado, los tlaxcaltecas se negaron a abandonar su alianza con los españoles; por otro, los tarascos de Michoacán rechazaron las propuestas de paz de los mexicas. Cortés consiguió retirarse a Tlaxcala tras un último enfrentamiento en Otumba y, desde allí, se preparó para lanzar su ofensiva final contra Tenochtitlán.
Cuitláhuac no pudo continuar al frente de la resistencia: falleció víctima de la viruela, la misma epidemia que en los meses siguientes asoló a miles de mexicas. En adelante, la lucha se endureció hasta el extremo. La llamada “Noche Triste” marcó un antes y un después en el proceso de caída de Tenochtitlán —muchas veces referido erróneamente como la “Conquista de México”—, pues a partir de ese momento ambos bandos se enfrascaron en una guerra a muerte, hasta que la gran urbe quedó reducida a escombros.
La “defensa numantina” de los tenochcas y el persistente asedio que llevaron a cabo los castellanos, apoyados por numerosos aliados indígenas, dan para un largo relato. Por el momento, basta con recordar que aquella fatídica noche condensó lo peor y lo mejor de la condición humana: codicia, temor, valentía, desesperación y sed de venganza se combinaron para dejar un pasaje inolvidable en la historia universal. La derrota de la hueste occidental en Tenochtitlán se contó, durante siglos, entre los mayores reveses militares sufridos más allá de Europa, hasta que en los siglos XVII y XIX otras potencias coloniales vivieron descalabros similares.
Pero esa, como suele decirse, es otra historia.